Terminó

Hubo un tiempo de viajar, en el que soñar era un juego y la realidad fantasía pura. Fines de semana de historias y toda una semana de aventura. Terraza, adoquines, bicicleta, videos. Fue una vida entera encerrada en un guardapolvo. Esa vida se terminó un mediodía.

Todo cambió por un comedor noventa y ocho. Como todas las cosas que se terminan, el mediodía duró muchos días. Los almuerzos se entremezclaron con los sueños y la punta de aquella mesa de conversaciones se convirtió en verano. Todo verano incluye inminentemente un final y un principio. Es lo que nos empeñamos en llamar año. En mi caso fue un tanto más que eso. Proeza melodramática era pensar en Rosario. Necesidad de retrotraer el tiempo a una noche y poder dibujar un primer beso, o una canción con su nombre. Rosario. Fue su nombre lo que escribía cuando cambió el escenario. Fue su cara lo que pensaba cada vez que despertaba. Fue nuestro encuentro lo que añoraba mientras te pensaba. Y me lamentaba de no haber sabido y no haberme animado a saber, qué hacer. Pero ahora la terraza y no era imaginaria. Era viento y frío, miedo hecho vacío. Confesión de culpa y muerte. Rosario. También fue tu cara la que en bicicleta salí a buscar una vuelta a la cancha mientras por segunda vez me lamentaba. No dormía y me lamentaba. Fue la cancha el santuario donde te busqué toda esa vida. Fue una cancha donde te encontré por última vez.

El Dos Mil quizá fue una antesala. Un parate en el camino. Un fin de semana largo o un ojo en la tormenta. Como un anticuerpo proteínico revitalizante. Que le dio karma al sin sentido. Que le dio sentido al parate. Parate me decía Ariel, en el cine, en Florida, en la música que tanto oía. Tecnología. Norteamericalandia, un poco más cada día. Hay una frase sabia que dice que cuanto menos importa algo, más fácil es hacerlo. Lo cierto es que es más fácil disfrutarlo. Ariel, Javier, Alejandro. Es el eco de otra era proyectada en todo un año. Ahora el guardapolvo está encima de mi hermano. Otro giro inesperado. Tan inesperado como la tarde del cabello dorado. Rosario, siempre Rosario. Otra vez Rosario. Creo que te veo. Me parece que te alcanzo. Vivo de noche y juego a todo y todo puedo. Compro, vendo, llamo, viajo. Nunca llegué a Rosario.

Estuve en algunas playas. El verano tenía el sabor a pausa necesario para complementar un fin de año. Y los viajes tenían esa capacidad maravillosa de saber cambiar variables de la realidad. Cuando las variables juegan a la paleta y caminan descalzas, y yo tras soñarlas me les acerco seguro, sigiloso, enamorado; las variables se hacen constantes. Aunque las constantes no son parte de esta era. Empiezo a dudar que en verdad existan constantes en algún lugar del planeta. O de algún planeta. Pasó el temblor, pasó la confianza, pasó ilusión, paso. Quedaron en la playa, el monte, el ramo y la arena. Y se quedó también la voluntad de que haya una segunda vuelta. Aunque sea en tren, no importa, que aunque sea, sea. Segunda vuelta que fue sin ser demasiado más que una despedida por tandas. Ese asunto de la falta de constantes, ¿vio?. Es complicado. Sobre todo cuando cada baile y cada trago se fermentan en semifinales que nunca más lo serían, en rostros que siempre serían otros rostros y demases paradojas, como la de ir a la tribuna antes de tu muerte, queridísima. Y soñar con Rosario, y buscar a Rosario, y desear a Rosario.

Así fue como encontré a la actriz fundamental de esta novela. Ella hacía el papel de Rosario, pero no lo era. Estaba tan cerca de Rosario, cuando Rosario estaba cerca. Y ahora que buscaba ese camino de vuelta, inventaba uno de ida. El combo completo: apellido, barrio, computadora, espacio, tiempo. Las conversaciones también estuvieron. Fueron de noche, pero sobre todo, fueron. El empalagamiento terminó agriándose. Sumó otra frustración y un mal sabor de estima. Y después desembocó en la misma tribuna que mencionaba más arriba. Tristeza. Huída.

El fantasma parecía real, y el castillo de naipes era un loquero. Como parte de los locos, me pareció prudente pegar un buen volantazo. Uno de esos que cambian el rumbo absolutamente. La curva llegó primero. Floresta había quedado en el camino y ahora todas las calles iban a parar al Oeste. Quizás otra tribuna. Quizás Rosario, quizás la locura, quizás el piso, quizás terminaría. Vueltas y más vueltas. Tantas noches de excesos. Táctica y estrategia. Rosario en el palo. Ella en otro lado. Ella y su indiferencia. Pero Florencia. Florencia no es el alter ego de las otras, pero se le parece bastante. Florencia era una foto. Florencia era un aro. Y si yo fuera el guionista Florencia sería una constante. Lo que sigue es un segundo de Ella, un pico de violencia, una sobredosis de naufragio. La soberbia y la caída. Retratos de un momento en el tiempo. Como el Ave Fénix, si me caigo me levanto. Vidas de más, como los gatos. También recuerdos de más, por demás pesados. Y al fin y al cabo, Rosario.

Me hubiera gustado que hubiese sido parte de la espontaneidad de la vida. Hubiese querido que no haya tanto en el medio. Que los «seis años así», no hubiesen sido escapando a un mismo lugar, sino que no hubiesen sido y punto. Pero, como en el Gran Pez, la primera vez era muy temprano y la segunda, demasiado tarde. Rosario había pasado algunas vueltas de tuerca. Y aunque esas semanas fueron mejores que todos los sueños juntos y repetidos, no dejaron de ser un bluffing. Como uno de esos programas cristaloides en los que un fulano es millonario por un día. Como la cenicienta, pero versión rolling stone. Y fueron los acontecimientos de cada parte del camino de vuelta a Rosario, los que me llevaron a Rosario. Y no Rosario por ser quien es, o era. Ni siquiera fue la cancha, aunque si hubiese vuelto un tanto más tarde, quizás, tal vez. Nunca fui paciente. Ni una nueva noche fría, ni jugando. Se agotó como se agotó todo en esa era, y esa si que es toda una constante. Y cuando cayó el pañuelo otra vez por knock out golpié el suelo, y aunque sea un poco morí por dentro.

Barajar es un proceso, y más aun dar de nuevo. El rocanrol se hizo luz y la luz redonda. Hubo un incendio. Hubo una carrera que recién empezaba, y también habían ganas de que todo no quedase en la nada. Quedaba. Ni el egoísmo, ni el egocentrismo, ni mi necesidad de evasión o autodestrucción pudieron evitar el efecto ironía. Y eso que prendí fuego cada paso del camino. Un poco porque así tenía que ser, y otro poco porque sabía que de todo un poco, era lo único que quería. Y si de tanto caminar, en Rosario no cabía, tenía que haber algún lugar donde ser lo que sentía. Ella de vuelta, y la luna.

Mientras Ernesto redactaba los pilares de mis valores, miles de complicidades le daban forma a la más enferma de las historias. Me esmeré por curarla. Lamí y salé con domesticaciones y amor cada una de las heridas. Sin contar que dejé de lado todo. Por sembrar, en tierra tan árida sembrar. Claro que no creció nada. Claro que ella se desvanecía. En su locura y enfermedad se desvanecía. Me enfermaba. A veces pienso en Nahuel. Nuestra obra terminaba abruptamente, aunque ya era hora. Y cuando desaparecían una por una, nuestras fechas, nuestras canciones, nuestros proyectos, nuestros recuerdos, nuestra magia; dude un segundo y bajé el telón.

Podría decir que la carrera casi terminó, y que casi empecé otra. Que me refugié en un ideal bien plantando, y que lo convertí en futuro. Que recuperé mi lugar en el mundo. Que me aislé en otro. Que me fui volviendo, más sano y más completo. Más cuerdo. Pero la verdad es que más que nada solo, más que nada perdido. Más allá del cuarteto de intentos. Más allá del último intento, seguramente el más enfermo de todos pero el más completo de todo. Y sacando el hecho que remití la fantasía a la esencia de Florencia, que le adjudiqué todo cuanto pude, que la busqué todo cuanto pude, que le escribí todo cuanto pude, que la sonreí todo cuanto pude. Sacando la presidencia, el descenso, la mudanza, la esperanza, el deseo, la redención, el apocalipsis y la terapia. Todo, pero todo se resume, a que mi quiero y puedo, el destino y la historia, saben conjugar en este silbato final. Final del juego. Fueron noventa minutos de toda una vida. Una era de pasiones en dos tiempos. Goles de todo calibre, jugadas magníficas, jugadores maravillosos, una hinchada abrumadora, y un equipo técnico de primera. Como el cabezazo de Loeschbor aquel 14 de junio. Pensándolo mejor, todo fue un 14 de junio. Un gran 20 de junio. Sin embargo, no alcanzó para la gloria, si es que existe verdaderamente tal cosa. Y el partido terminaba. A pesar de la pasión, terminaba. A pesar del tiempo adicional, terminaba. Las 50.000 personas alentaban. Sin embargo terminó.

Y como toda tarde, junto a cada una de las pasiones cansadas, atardeció. Atardeció en el amor. En el Parque Centenario atardeció. Florencia, como una constante, o algo muy parecido, siempre a destiempo. Aunque Mario, aunque el puente, aunque te quiero. Siempre sin Flor. No hubo nosotros ni una noche, ni una tarde. Que linda que sos con mi buzo puesto. Gracias a vos por tu universo y gracias a Dios por tantos sueños. Si el Destino, si fuera, si fuese, si tuviese. Será otro día. Lo que deba ser, o sino, nada.

Tarde o temprano… terminó.-